En 1992 el presidente de Estados Unidos acuñó esta fórmula: “El éxito de Wal-Mart es el éxito de Estados Unidos”. La multinacional de la distribución se ha convertido en la empresa más grande del mundo. Y el dumping social que practica sirve de modelo a la economía occidental. Así, en nombre de la lucha contra Toyota, General Motors exige de sus obreros una disminución salarial, y de sus proveedores una reducción de precios. Delphi, el más grande fabricante de equipos estadounidense, quisiera pagar a sus asalariados 9,50 dólares la hora, en lugar de… los 28 que paga en la actualidad (Halimi, en esta página). A partir de comienzos del siglo XX, el “modelo Ford” dominó la economía mundial. Postulaba que el enriquecimiento relativo de los asalariados y su empleo garantizado le permitiría vender una producción creciente. Construido sobre los pilares del librecambio, la flexibilidad laboral y las remuneraciones mediocres, el “modelo Wal-Mart” es exactamente su opuesto. Por una parte el distribuidor impone su ley al productor, especialmente en los países pobres. Por otra, la disminución de su poder adquisitivo lleva a los consumidores a los hipermercados, que bajan sus precios después de haber bajado los salarios. Todo iría bien si en Estados Unidos y otros países un movimiento popular no se empecinara en oponerse a su expansión (Estèves, pág. 12). Wal-Mart subcontrata parte de sus productos en África, América Latina y ahora en China, donde los salarios son todavía más bajos (Servant, pág. 11). En Argentina, el avance de los supermercados acompañó el proceso de desindustrialización de los años ’90. Actualmente se registra un desplazamiento de las preferencias de los consumidores hacia pequeños autoservicios, entre ellos los de origen chino (Saúl, pág.14).
“De los harapos a la fortuna”: esta definición ritual del “sueño americano” de movilidad social encuentra permanentemente su lote de buenas historias para mantener una ilusión común. Como la de John D. Rockefeller, un pequeño contador de Cleveland que a los 31 años se convirtió en el patrón petrolero más poderoso del mundo. O la de Steve Jobs, que dejó la universidad sin haber obtenido un título para fundar en su garaje la sociedad Apple, que hizo millonario al joven californiano.
Hoy es el turno de Wal-Mart, pero en una escala mayor. Al principio era un pequeño negocio en Arkansas, uno de los Estados más pobres de Estados Unidos. Ahora, en 2005, obtuvo una facturación cercana a los 310.000 millones de dólares; cuatro de los hijos de la familia propietaria se encuentran entre las diez personas más ricas del planeta; es una cadena de hipermercados que ha llegado a ser la mayor empresa del mundo –superó a ExxonMobil en 2003– y el primer empleador privado. Sus ventas representan uno de cada cinco CD comprados en Estados Unidos; un tubo de dentífrico de cada cuatro y un pañal de bebé de cada tres. Más aun, esa cifra significa el 2,5% del Producto Nacional Bruto. Más rica y más influyente que muchos Estados de la Unión, la empresa le debe el poder que hoy ejerce a las reglas que supo implementar.
Así, no hay que sorprenderse de que la mayoría de las transformaciones (económicas, sociales, políticas) del planeta se hayan inspirado –cuando no originado, o encontrado su correa de transmisión, su acelerador– en Bentonville, Arkansas, sede de la firma. Combates contra los sindicatos, deslocalizaciones, utilización de una mano de obra sobreexplotada que la desregulación del trabajo y los acuerdos de librecambio hacen cada año más prolífica: éste es el modelo Wal-Mart. Presiones sobre los proveedores para obligarlos a achicar sus precios comprimiendo los salarios que pagan (o a instalarse en el extranjero); indefinición de las funciones para favorecer el encadenamiento de las tareas y perseguir así cualquier tiempo muerto o la más mínima pausa: éste es el modelo Wal-Mart. Construcción de edificios repelentes (las “cajas de zapatos”), abastecidos por los 7.100 camiones gigantes de la empresa que circulan y contaminan las 24 horas del día, con el fin de llenar en el horario prefijado los baúles de millones de automóviles alineados en las inmensas playas de estacionamiento de cada una de esas 5.000 “cajas de zapatos” que la multinacional opera en el mundo: éste es el modelo Wal-Mart.
Y cuando los sindicatos contraatacan, cuando los ecologistas se despiertan, cuando finalmente los clientes toman conciencia de lo que ocultan los “precios más bajos”, cuando los artistas se olvidan por un instante de venderse a sí mismos para sostener el movimiento popular, cuando los ciudadanos ponen obstáculos contra la instalación de nuevos cubos de cemento en sus territorios (Estèves, página 12), es otra vez Wal-Mart quien recluta antiguos “comunicadores” de la Casa Blanca, demócratas o republicanos, y les encarga blanquear la imagen de la empresa y saturar los medios de comunicación. Dirán: Wal-Mart se ha vuelto “ética”; sólo busca crear empleos, es verdad que mediocremente pagados, pero más vale algo que nada, y a los clientes les gustan tanto los precios bajos... Agregarán que la búsqueda obstinada de rendimiento hizo posible mejorar la productividad nacional. Y que de ahora en adelante la empresa defenderá el medio ambiente, así como ha socorrido a las víctimas del huracán Katrina. Explotación y comunicación: todo un modelo.
Pero en el fondo, ¿de qué sorprenderse? No se llega a ser la empresa más grande del mundo por casualidad, ni sólo porque cuarenta años antes el fundador Sam Walton (muerto en abril de 1992, algunos días después de haber recibido de manos del ex presidente George H. Bush una de las más altas distinciones estadounidenses) tuvo la luminosa idea de vender sandías en la vereda del negocio y al mismo tiempo ofrecer a los niños de los clientes paseos en burro en la playa de estacionamiento.
El primer Wal-Mart abrió en 1962, en Rogers, Arkansas, una zona rural y olvidada. Nueve años más tarde la empresa amplió su esfera de influencia a cinco Estados. Los primeros mercados que abasteció, de baja densidad, eran ignorados por los grandes distribuidores: Wal-Mart estableció allí su monopolio, antes de extenderse a otras partes. Sigue privilegiando la periferia de los centros urbanos para aprovechar al mismo tiempo la clientela de las ciudades y el precio más bajo de los terrenos. En 1991, anticipando el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC, o NAFTA, en inglés) que el presidente William Clinton, ex gobernador de Arkansas, hizo ratificar dos años más tarde, el Pulgarcito de Bentonville se internacionalizó y desembarcó en México. Canadá siguió en 1994. Luego fueron Brasil y Argentina (en 1995), China (en 1996), Alemania (en 1998) y Reino Unido (en 1999). En 2001, los ingresos de Wal-Mart superaban el Producto Bruto Interno de la mayoría de los países, entre ellos el de Suecia. Carrefour, número dos del sector (72.000 millones de euros en 2004), que Wal-Mart pensó comprar en 2004, tiene más presencia internacional. Pero la empresa fundada por Sam Walton tiene una carta de triunfo importante: los 100 millones de estadounidenses que cada semana buscan los “everyday low prices” (“precios bajos de cada día”) que Wal-Mart ofrece.
Triple efecto de deflación salarial
Es verdad, tiene precios más bajos. Un 14% en promedio. Pero la cuestión es a qué costo. La respuesta difiere dependiendo de si uno se preocupa en primer lugar por el individuo-cliente al acecho de los mejores negocios o por los trabajadores de los miles de proveedores de una empresa lo bastante poderosa como para obligar a cada uno de ellos a mantener –y reducir– sus costos. Para satisfacer al cliente de Wal-Mart el trabajador debe sufrir... Para que los precios de Wal-Mart y de sus subcontratistas sean siempre los más bajos, también es necesario que las condiciones sociales se degraden en su entorno. Para lo cual es mejor que los sindicatos no existan. O que los productos vengan de China (Servant, página 11).
La esquizofrenia del cliente, que al ahorrar de este modo contribuye a empobrecer al productor o al trabajador (que podría ser él mismo), puede parecer teórica y lejana. Pero en el grado de poder que ejerce Wal-Mart (8,5% de las ventas minoristas de Estados Unidos, excluyendo los automóviles), la contradicción se torna rápidamente real e inmediata. Así, la firma de Bentonville se jacta de los “2.329 dólares anuales” que “permite ahorrar a las familias que trabajan”; afirma haber incrementado en 2004 el poder de compra de cada estadounidense en 401 dólares y haber hecho posible, ese mismo año, la creación directa o indirecta de 210.000 empleos, según la idea de que el dinero economizado por sus clientes es asignado a otros consumos, con lo que estimula la actividad en otros lugares. Pero los adversarios de la multinacional tienen presentes indicadores menos atractivos. Los precios bajos no caen del cielo; se explican en parte por una caída del 2,5% al 4,8% en el ingreso promedio de los trabajadores de cada uno de los condados de Estados Unidos donde la multinacional se ha instalado. La firma deprime las remuneraciones allí donde se instala. Crea las condiciones de los “everyday low prices”. Y, de paso, multiplica la cantidad de clientes que pronto no tendrán otro recurso que economizar en sus góndolas.
Porque con la lucha desigual entre la fortaleza de la distribución y la debilidad de la subcontratación, para los empleados de la multinacional y de los grandes supermercados rivales el “juego del mercado” opera un triple efecto de deflación salarial. En primer lugar, a causa de la dominación de una empresa poco pródiga con sus “asociados” (el término usual con que se refiere a sus empleados). Luego, a causa de la destrucción de la mayoría de sus competidores o de la obligación que se les impone, para sobrevivir, de alinearse con los que ofrecen los precios más bajos. Y finalmente, y sobre todo, a causa de los úcases que Wal-Mart ejerce sobre sus proveedores, algunos Estados incluidos, a los cuales determina en realidad los precios: por ejemplo, en 2002 compraba el 14% de los 1.900 millones de dólares de productos textiles que Bangladesh exportaba a Estados Unidos.
Un Gosplan privado
En el transcurso de sus peregrinaciones, la firma de Bentonville nunca renunció a dos de sus características originales: el paternalismo y la aversión a los sindicatos. En el sur de Estados Unidos, los Estados más pobres –en particular Arkansas, cuando Clinton era su joven gobernador– se jactaban, para atraer inversiones de las empresas, de la mediocridad de las remuneraciones locales. Las cosas son absolutamente simples para los 1.300.000 “asociados” de Wal-Mart en Estados Unidos: no hay sindicatos. Mona Williams, portavoz de la empresa, lo explica así: “Nuestra filosofía es que sólo los asociados infelices querrían adherir a un sindicato. Ahora bien, Wal-Mart hace todo lo que puede para ofrecerles lo que quieren y lo que necesitan”. Con la condición, se entiende, de no “necesitar” demasiado: “¿Es verdaderamente realista –pregunta Mona Williams– pagar a alguien 15 ó 17 dólares la hora para llenar las góndolas?”. El PDG (Presidente-Director-General) de la empresa, Lee Scott, no llena góndolas. Por lo tanto, recibió 17,5 millones de dólares en 2004.
Para preservarse mejor de los sindicatos, cada gerente de sucursal dispone de una “caja de útiles”. Cuando surge el primer brote de descontento organizado, llama por una línea roja para que le envíen por avión privado a un cuadro superior de Bentonville. Luego seguirán varios días de pedagogía de la casa, infligidos a los “asociados” para purgarlos de las malas tentaciones. Sin embargo, en el año 2000 la sección de corte de una carnicería texana de Wal-Mart se afilió a una organización obrera. La empresa suprimió esa sección y despidió a los “revoltosos”. Es una medida ilegal, pero el procedimiento para demandar su anulación, que nunca conduce a nada importante (ya que la desregulación ha pasado por allí), es interminable. Dura todavía. El año pasado los “asociados” de una sucursal de Quebec también quisieron ser representados por un sindicato. Wal-Mart cerró esa filial y explicó: “Esta sucursal no habría sido viable. Creemos que el sindicato quería alterar de arriba abajo nuestro sistema habitual de operación”.
Lo que no es falso. Para tener éxito, el modelo Wal-Mart necesita pagar a sus “asociados” entre un 20% y un 30% menos que sus competidores en el sector, y también ser mucho más tacaño cuando se trata de determinar la protección social (por enfermedad, jubilación, etc.) con que pueden contar los empleados. Como suele ocurrir con los patrones liberales, el Estado o la caridad sirven de barrenderos de los problemas. Después de que un informe del Congreso estimara que cada asalariado de Wal-Mart le costaba 2.103 dólares anuales a la comunidad, bajo la forma de complementos de asistencias diversas (salud, niños, vivienda), un estudio interno de la empresa admitió: “Nuestra cobertura social es cara para las familias de bajos ingresos y Wal-Mart tiene una cantidad importante de asociados y de sus hijos en los registros de la ayuda pública”. En efecto, menos del 45% de los empleados pueden pagar la seguridad médica que les ofrece la empresa; el 46% de los hijos de los “asociados” están desprovistos de toda protección, o sea que están cubiertos por el programa federal reservado a los indigentes (Medicaid). Ganancias privadas (10.000 millones de dólares en 2004), pérdidas públicas. Forzando un poco las cosas, Jesse Jackson, que fue candidato demócrata a la Casa Blanca en 1984 y en 1988, comparó recientemente las góndolas de la multinacional con las plantaciones, porque le recuerdan las condiciones de trabajo de los campos de algodón del Sur.
Pero esta vez el Sur está ganando la guerra. La de los salarios. En 2002, Wal-Mart preveía dirigirse al mercado californiano e instalar en la región de Los Ángeles unos cuarenta “Supercentros”, donde se encuentra de todo, desde artículos alimenticios hasta repuestos de automóvil. ¿Cuál fue la reacción de los competidores amenazados (Safeway, Albertson)? Exigieron una vez más a sus empleados –ellos sí, representados por un sindicato– la reducción de las remuneraciones y de las garantías sociales. Por un lado, 13 dólares la hora y una buena cobertura médica; por el otro Wal-Mart, con 8,50 dólares y una protección mínima. El combate era desigual. En octubre de 2003, los 70.000 empleados de las cadenas instaladas en California rechazaron las concesiones que se les pedían e iniciaron una huelga que duró cinco meses. Hubo lock-out y reclutamiento de reemplazantes: veinticinco años de desregulación del derecho del trabajo apoyaron la respuesta patronal y el sindicato tuvo que ceder.
Cuando Wal-Mart llega, los pequeños negocios cierran. Desde que la firma se instaló en Iowa, a mediados de los años 1980, ese Estado perdió la mitad de sus almacenes, el 45% de sus ferreterías y el 70% de sus negocios de ropa de hombre. Adoptando el registro habitual del “populismo de mercado”, la empresa replica que no hace más que defender a los consumidores sin dinero que legítimamente reclaman “los precios más bajos” a corporaciones con muchos productores o a minoristas que reciben remuneraciones indefendibles. La multinacional republicana se jacta de ser “elegida” cada día por los dólares de sus clientes, alineados en filas pacientes ante las cajas registradoras de sus negocios. Para Lee Scott, todo lo demás no es más que una visión “utópica” y pastoral destinada a privilegiados, mientras que la gente común “no puede acceder a una vida agradable, únicamente porque otros han establecido una imagen particular de lo que el mundo debería ser, en lugar de preocuparse primero por el método más eficiente para servir al consumidor”. Y Lee Scott amenaza de manera encubierta: si una localidad rechaza a Wal-Mart, su vecina la recibirá. La rebelde sufrirá entonces casi todos los inconvenientes de la sumisa (destrucción de los comercios cercanos, caída de los salarios) sin aprovechar ninguna de las ventajas (empleos e ingresos del impuesto inmobiliario).
La misma libertad bloqueada se aplica a los subcontratistas. Como un Gosplan privado, el mayor minorista del mundo puede determinar los precios de sus proveedores, los salarios que pagan y los plazos de entrega. Luego serán esos proveedores los que deberán arreglárselas, empleando clandestinos y abasteciéndose en China. Si se produce un “accidente”, Wal-Mart siempre pretenderá que no es asunto suyo de manera directa y que, por cierto, se sintió indignada al enterarse de lo ocurrido... ¿Pero qué multinacional se comporta de manera diferente? Sanofi-Aventis, por ejemplo, subcontrata la limpieza en Estados Unidos a una empresa que paga mal a sus empleados, no les brinda ningún seguro de enfermedad y combate sus derechos sindicales. Wal-Mart va sólo un poco más lejos que la mayoría de las otras: según el diario mexicano La Jornada, “algunos de sus proveedores se ven obligados a dejar que su poderoso contratante investigue sus cuentas para eliminar los ‘costos superfluos’”.
Porque Wal-Mart no es, en el fondo, más que el síntoma de un mal que se extiende. Cada vez que se ataca el derecho sindical, que se recortan las protecciones de los trabajadores, que un acuerdo de libre cambio incrementa la inseguridad social, que las políticas públicas se vuelven la sombra proyectada de las decisiones de las multinacionales, que el individualismo del consumidor suplanta la solidaridad de los productores, entonces, cada vez, Wal-Mart avanza...